Ambos llevaban la cuenta de personas normales que se interesaban por sus exposiciones. “Al principio aún entraba gente que no daba la nota, pero al final ya era dificultoso encontrar a alguien que simplemente caminara normal”, dice Javier. “Cuando a un cliente que lleva media hora observando una tela te le acercas para gritarle ‘¿Pero qué miras, burro?’, te das cuenta de que es momento de cerrar el chiringuito”, concluye su socia.
Los responsables de la galería de arte insisten en que “podríamos publicar una taxonomía de imbéciles que daría para varios tomos” y lamentan que el arte contemporáneo atraiga a tanta gente “de este calibre”. Es paradójico, añaden, que “muchos de los que defienden que el arte es para la gente de la calle sean individuos que te impulsan a cambiar de acera si te los cruzas por ahí”.
Estas reflexiones no han dejado indiferente al sector y muchos galeristas critican el desprecio con el que Javier y Antonia hablan de los amantes del arte: “¿Qué pasa con el pelo lila? Entiendo que estamos ante un coágulo emocional provocado por sospechosos mecanismos semiológicos y, por supuesto, por miedos a la diferencia, a esa relación personal con la alteridad del acontecimiento a la que se refería Emmanuel Lévinas”, sentencia Krytsha A. Acommplissed, dueña del Centro de Arte Lyotard-Gargamelle. Antonia y Javier se reafirman: “¿Es que no se puede disfrutar del arte y luego ir a un bar a tomar un carajillo?”.
Tras cerrar la galería, Javier buscará trabajo y Antonia ejercerá de estilista en una conocida revista de moda, donde espera que “el ambiente sea más normalito”.